Septiembre
La lluvia me acaricia los oídos cuando me despierto, con el cuerpo pesado por el sueño, para cambiarme de postura, poco antes de las 7 de la mañana.
Duermo con la ventana abierta y la persiana subida, y se escucha apenas un murmullo leve fuera, en la calle. Me cuesta al principio distinguir a través de los ojos entornados las hebras de lluvia bajo las farolas encendidas. Huele a petricor.
Minutos después, claro, llega la tormenta. El retumbar hondo del agua cayendo en el fondo de todo, en conversaciones lejanas. El tableteo de los truenos, como si todo alrededor fuera a fracturarse. El aire que se mueve y limpia de las cosas los restos de verano.
Los primeros días de lluvia de septiembre siempre han tenido, para mí, un significado de regreso anual a la rutina. De nuevo comienzo, o de continuación, de todas las cosas.
Me sigo sintiendo como una niña pequeña: se me pasean por la mente sensaciones de material escolar a estrenar, de cuadernos en blanco, de olor a libros nuevos y a forros de celofán. Hoy tenía en la cabeza, no sé por qué, algunas de las viejas rimas de cuando jugábamos al juego de Halloween en clase de inglés, en el colegio.
La lluvia deja una mañana más bien oscura, con una luz muy tenue, blanquecina. Y el día es, también, fresco. Estreno incluso lecturas: algo en mí barrunta, lejos de la niña pequeña, el comienzo del curso. Esta vez, universitario. Esta vez, como profesora.
Esta vez, como doctoranda. Un último año.
Tal vez esta lluvia de septiembre me lave, un poco, los miedos, los anhelos y los sueños.
Cada vez que te leo me encanta más
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