Alfa y omega

    Y por fin llegó. El tan temido principio de curso; el regreso a las clases, al trabajo constante de la tesis. Y el último año de doctorado, en el que, dicen, todas las piezas inconexas de la investigación comienzan a encajar.

    Es contradictorio; hace apenas un par de semanas que el año académico ha empezado, y aquí estoy yo, como con una energía callada dentro. No sé muy bien de dónde sale, pero no sé si he llegado a sentirla con esta intensidad en años anteriores.

    Tantas cosas siguen igual, en la universidad, desde que me fui a Oxford hace varios meses, un siglo ya.

    El color verdoso pálido del césped de verano entre los edificios, el calor en las aulas del 24, el largo camino andando desde el metro con el frescor de la mañana y el lastre de las mochilas de los lunes. El olor a hogar, el silencio de la biblioteca, eternamente roto por ese zumbido o murmullo de trasfondo que debe de ser el alma bullente, callada, dormida, de la universidad. Homero, Virgilio, Aristófanes, Apuleyo, Sófocles, mirándome desde la estantería de al lado de mi escritorio, en mi puesto de la zona de investigadores, entre atriles, tablillas de anotaciones, papeles en sucio y viejos carteles de teatro colgados de mi panel. La alegría pequeña y muda de los primeros días del regreso, de la idea de la docencia un año más. Quién me ha visto y quién me ve.

    Hasta mi afán de estudiante sigue intacto. En mí, que en realidad llevo ya casi tres años siendo un híbrido, un ser peculiar, a veces estudiante, a veces investigadora, a veces profesora. Ahora, a pocos meses de que todo acabe, parece, la eterna estudiante se aferra a la vida, más que nunca. Me ha costado un par de años, un par de cursos de bandazos y ansiedades que aún no se van, reconciliarme con ella. Todavía hoy, en este limbo en el que me encuentro, quien llega cada día a la universidad, poco antes de las nueve de la mañana, y quien se marcha a nadar o a caer rendida a las siete de la tarde, es una estudiante más. Después de las horas centrales del día, de la aprendiz de investigadora, de la profesora novata, aún parece que puedo mimetizarme sin esfuerzo, por entre los estudiantes de grado, con mi mochila azul oscura, mis vaqueros y mis zapatillas de deporte.

    Y, sin embargo, hay tanto que ha cambiado en tan poco tiempo. 

    Todo se ha detenido. Aquí, ahora, a menos de un año académico de dejar, si los dioses quieren, de ser estudiante en el fondo de todas las cosas. Las jornadas largas de trabajo en mi puesto de la biblioteca transcurren mucho más lentas que antes, y a la vez se van en un suspiro. La mayor parte de mis horas de trabajo activo son para la tesis, por primera vez desde hace años. La tesis por la mañana, la preparación de las pocas clases que me faltan por la tarde. Priorizo la redacción del borrador sobre todo lo demás, pero a la tez me tomo el tiempo de leer, de escribir, de escuchar música cuando me apetece. En este supuesto tramo final, tan delicado, el respeto al descanso cobra una importancia especial.

    Es una de esas cosas que me han enseñado estos años de doctorado. A respetar y a proteger mucho más mi descanso, paradójicamente, ahora que todo empieza a acelerarse dentro del sosiego. A serenarme, a confiar. Y, sobre todo, a (trabajar en la idea de) estar en paz con la posibilidad de no llegar, de no cumplir el rito de paso, de no pasar la prueba.

    Todo eso también ha cambiado. La universidad, la vida de postgrado en la Facultad y el contrato FPU han logrado, incluso, lo que parecía de todo punto imposible: que por tercer año consecutivo empiece el curso con una especie de regocijo callado ante la idea de volver a impartir clase. Mis septiembres, mis octubres incluso, desde hace tres años no están ya llenos del anhelo del olor a libros nuevos, a material de escritura de ese que me apasiona o a papel plástico de forrar, sino al peso amigable de la Odisea o de la Eneida en la mochila, ya releídas varias veces, y a las ganas repentinas de leer ensayo en lugar de narrativa.

    En todo ello, también, la profesora, callada y ávida, va sustituyendo paulatinamente a la estudiante.

    Y la doctoranda, que posee y custodia con celo un no sé qué de ambas, observa desde dentro, sentada, en medio.

    Me siento, a ratos, infinitamente perdida, entre borradores, correcciones, bolis rojos, tecleos, tablillas, referencias bibliográficas nuevas y viejas. Y a la vez infinitamente calmada y confiada.

    Quizás el doctorado, para mí, el largo camino de los años, consista simplemente en eso, en la revelación socrática.

    Saber, simplemente, que al final tampoco sé nada. Y estar en paz con ello.


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