Eurípides, Sófocles, Esquilo y otros viejos conocidos: notas sobre cultura clásica grecolatina
Puede ser
esta una de las secciones más difíciles de inaugurar en este blog. No solamente
porque ya se ha escrito y dicho mucho acerca de ese fenómeno milenario que son
los clásicos grecolatinos y todo el contexto que les rodea, y en muchas voces
más sofisticadas y laureadas que la mía. También porque, por mi incursión en
este mundo apasionante, prolongada durante varios años de mi vida que me han
marcado para siempre, y por la tesis doctoral en la que todo ello ha derivado
(me parece mentira ahora mismo que haga más de diez años, doce ya, que comencé
mi andadura en la universidad y en el mundo clásico), he estado en contacto con
tantas fuentes y recursos sobre los clásicos, empezando por las obras mismas,
que no sabría por dónde empezar.
Imagino que
lo mejor será comenzar, como en todo este blog, desde mí misma, hablando de mi
periplo vital por los clásicos y la cultura grecolatina. Lo curioso es que todo
tuvo su origen no en el colegio, ni en el instituto, sino, en cierto sentido,
mucho antes de que pueda recordar. Quizá todo nació, para los clásicos y yo, en
las noches de verano, en el teatro romano de Mérida.
Recuerdo que
yal vez mis padres, siendo mi hermana y yo muy pequeñas, nos hablaban de ese
teatro y yo imaginaba uno a la italiana, cerrado, con asientos de terciopelo
rojo y un telón alto del mismo color, con muchos pliegues. La realidad, claro,
era otra. Ojalá pudiera recordar ahora, al cabo de los años, qué sensación me
produjo entrar en aquel monumento por vez primera. Era sólo una niña, por
supuesto, y mis sensaciones no tenían la profundidad de las de ahora.
Al principio
acudíamos a ver comedias; recuerdo El avaro de Molière con Juan Luis
Galiardo, Los gemelos de Plauto o Pluto de Aristófanes, con
Javier Gurruchaga. Las tragedias habrían sido algo fuertes, quizá, para niñas
pequeñas como nosotras. Pero creo que, años más tarde, Antígona de
Sófocles de Mauricio García Lozano o Hécuba y Orestíada de José
Carlos Plaza fueron sin duda el origen de mi fascinación posterior por la
cultura clásica, por la tragedia griega en particular y por la práctica del
teatro como actriz aficionada, incluso.
Se me hace
curioso ahora pensar en la etapa inmediatamente posterior, cuando empecé a
estudiar en el instituto. Latín de 4.º de la ESO, con su dosis de introducción
a la cultura clásica, y las asignaturas de Latín y Griego de Bachillerato. Tres
años de pequeña pero valiosa formación en los clásicos. La muchacha que yo era
entonces probablemente nunca se lo habría creído si le hubieran dicho que
quince años después sería profesora de universidad e investigadora (¿se podía
ser eso en Humanidades?), y que los clásicos estarían en el centro de todo
ello.
Extrañamente,
creo que nunca llegué a leer obras antiguas en aquella época, más allá de algún
fragmento que traducíamos o que leíamos ya traducido en el libro de texto. Lo
aprendí todo sobre autores y géneros, eso sí. Conocía la teoría, y eso también
ayudó a sembrar mi curiosidad posterior. Envidio hoy a los estudiantes que me
cuentan en el primer día de clase que han leído la Ilíada o la Odisea,
incluso por placer, durante el verano.
Fue durante
el grado en Humanidades cuando pude completar de manera decisiva mi
acercamiento a las obras grecolatinas. Fueron solamente dos asignaturas, en
realidad, de literatura clásica y su recepción; más recientemente yo misma las
he impartido durante el periplo predoctoral. No obstante, fueron
decisivas para mí, y las que más disfruté, con diferencia, en aquellos años,
una en primero y otra en cuarto de carrera. Leímos la Odisea, Antígona,
las Metamorfosis¸El asno de oro, el Arte de amar…
Aquella
introducción algo más profunda fue más que suficiente para mí. Aquel contacto
con las obras antiguas me cautivó, me hizo pensar, cambió mis perspectivas y,
sobre todo, me dejó con ganas de leer más. Me sumergí en las tragedias griegas
con sabor a Mérida, y todavía recuerdo el placer de releer la Odisea de
Homero para abordarla en clase como docente, bastante tiempo después.
En los
últimos años, especialmente, he leído y releído la épica homérica y parte de la
virgiliana; también la narración mitológica de Ovidio y el colorido sencillo y
cotidiano de los fragmentos de Safo, con los que nos hemos emocionado por igual
mis estudiantes y yo. Pero, sobre todo, por deformación investigadora y
doctoral he leído tragedias griegas. Traducciones realizadas por los mejores
filólogos e investigadores de España, para editoriales como Gredos, Cátedra,
Alma Mater, Alianza Editorial o incluso Ediciones Clásicas, todas las cuales
las he ido consiguiendo y añadiendo a mi biblioteca en estos años. También otra
valiosa adición a mi investigación: guiones publicados oficialmente por
dramaturgos o compañías, versiones adaptadas de esos clásicos según lo que se
quiere contar de ellos en cada momento.
¿Por qué los
clásicos? Lo que sigue en los posts de esta sección contribuirá, espero, a dar
una respuesta personal, íntima y literaria a esta pregunta que, todavía hoy, me
sigue haciendo pensar.
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(La primera entrada propiamente dicha de esta sección de Cultura grecolatina puede leerse aquí.)
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