Carta a Antígona
(Comenzada el domingo 18 de abril
y terminada el viernes 28 de mayo de 2021)
Querida Antígona:
Qué curioso
llegar hasta este punto, ver tu nombre mítico en el encabezado de una carta,
sobre el papel, y darme cuenta de que no sé muy bien cómo empezar, cómo
dirigirme a ti. Tal vez ahí esté, al menos en parte, el motivo por el que me he
decidido a escribirte. Normalmente me gusta pensar y repensar cada palabra,
cada frase que plasmo sobre el papel o tecleo en la pantalla del ordenador, un
defecto mío incorregible de escritora aficionada, ocasional e inconstante; pero
en esta ocasión, con el bolígrafo de tinta líquida sobre el folio en blanco, me
gustaría, en lo posible, aunque sé que no lo lograré del todo, que las palabras
me fluyeran lo más instintiva y espontáneamente posible.
No sé si me
estás mirando ahora mismo, si puedes verme; desde el pasado, desde el Hades o
incluso desde dentro de mí. La semana pasada casi me parecía poder intuirte,
callada, a mi espalda, siguiéndome en silencio por toda la casa mientras
limpiaba, el día antes de retomar los ensayos de la tragedia. El pellizco en el
estómago, la inquietud ante la perspectiva de reencontrarme contigo después de
tanto, tantísimo tiempo. La responsabilidad, de nuevo, del papel protagonista.
¿Recuerdas lo que me costó, en aquel primer año, llegar hasta ti, el largo
camino que recorrí hasta que ya fue 14 de junio de 2019? Siempre me sentía como
si tratara de sintonizar infructuosamente una radio, sin llegar a encontrar la
frecuencia exacta en la que estabas tú. No sonabas a través de mí.
¿Alguna vez
llegué realmente a encontrarla, Antígona? Llegué, con mi fachada, con mis
vicios de actriz inexperta y aficionada, creyendo que podía simularte,
aparentarte, fingirte, falsear tus manos manchadas de arena, ásperas de arañar
la tierra, y el dolor infinito y la rabia que guardas en ti, y el amor, el amor
terrible con el que devuelves la dignidad a Polinices, cubriéndolo con arena,
incluso cubriéndolo con tu propia vida, para protegerlo frente a la barbarie.
Qué ilusa era yo y cómo me di de bruces contra la realidad, dioses. No tardaste
en erguirte ante mí, altiva, desafiante: la arena erosiona y agrieta las manos,
el suelo es duro bajo las rodillas y las deja llenas de moratones.
Si quería
albergarte, proyectarte desde mí, tendría que sentirte verdaderamente, ser
tú, por el camino de la voz ronca, del cuerpo entumecido, de la arena
adherida a la piel con el sudor puro, febril, y de la pena, la rabia y la sal
sobre las mejillas.
El camino
del fuego en los ojos. Tú eres fuego, Antígona. ¿Lo soy yo?
¿Y si no se
trata de que no sé ser fuego, sino de que algo en mí, en mi interior, se
resiste a prenderlo, más o menos inconscientemente, por miedo a lo que pueda desencadenar?
¿Y si es todo este honroso esfuerzo el que no me deja relajarme, liberarte en
mí?
A ratos
pienso en ensayar y me da un vuelco el corazón, el estómago, con ese temor
opresivo del primer año, como una nueva Erinia sorda que me atormenta desde la
parte de atrás de la mente. Parece que estoy, estamos, de nuevo al principio de
todas las cosas, hija de Edipo. De nuevo a solas, tú, el miedo y yo.
Estoy
haciendo un esfuerzo, te lo juro, por volver a mirarte con los ojos de antes,
de hace meses, cuando parecía que casi nos intuíamos, nos mirábamos apenas a
los ojos, y brotabas en mí, en mi voz, en mis dientes apretados, como una
llamarada. Yo no conozco otra manera de enfrentarme al teatro sino el esfuerzo
consciente. Fluir, dejarme llevar, dicen… ¿Sé hacer eso en algún ámbito de mi
vida?
Recuerdo
aquella vez, aquel ejercicio preparatorio, en octubre o noviembre del primer
curso. Sentarnos en sillas, en círculo, cerrar los ojos y relajar el cuerpo,
poco a poco; luego, por turnos, ponernos en pie y hablar, hablarle a alguien
con quien hubiéramos tenido un conflicto marcado, y decirle todo lo que
habríamos querido decirle pero no lo hicimos. Yo, allí, enfrentada a uno de los
demonios de mi vida, mi falta de asertividad.
Por supuesto
que tenía a quién hablarle. Y lo hice. Cuando quise darme cuenta le había
puesto nombre, y lo articulaba con los labios y estaban saliendo de mí, como en
oleadas, cosas que nunca habría imaginado que podría decir en voz alta. Creo
que fue el sonido de mi propia voz articulándolas lo que me llenó los ojos de
lágrimas: sentía dolor, pena y tal vez incluso alegría, todo al mismo tiempo.
Decía el dire que había en mí mucho amor y odio, y que eso era muy tuyo,
Antígona. No sé si fuiste tú quien hizo brotar todo eso de mí, pero quizás yo
te odiaba y te amaba a ti a la vez, por mostrarme que puedo sentir, fluir de
esa forma con la escena. Y por mostrarme que tengo voz.
Hubo otra
ocasión, más tarde. Recuerdo bien el día, el 15 de febrero de 2020, poco antes
de que todo se desmoronara. Una improvisación sobre el episodio II, con Creonte
e Ismene. Ya metidos en la obra, trabajando sobre el texto adaptado de
Sófocles. Yo en ti, Antígona, con tu rostro sobre el mío. Con mi acento
andaluz, con mi habla coloquial. De pronto ese instinto puro, surgiéndome de
dentro, y tú cabalgándolo, diciéndole a Ismene a través de mis labios que se
marchara, que se fuera, que no querías verla allí, que no querías que viera el
interrogatorio al que iban a someterte, las humillaciones y torturas antes de
cargarte con el madero y enterrarte en vida. Tú subiendo en mí, Antígona, como
la espuma, como la ola, contra Creonte, empapándolo, y luego bajando
súbitamente, como por un abismo, al abrazar estrechamente a Ismene, de rodillas
en el suelo, con la pena brotando en el pecho y casi en los ojos.
«Ni se te
ocurra. Ismene, ¡vete! ¡No te quiero aquí!» Las palabras más verdaderas,
más reales, quizá las únicas que he pronunciado desde ti.
He mirado mi
diario de entonces, las reflexiones que anotaba. Hay palabras como brotar,
surgir de dentro, repentino, instintivo, entrañas.
Es increíble pensarlo, Antígona, cuando nos miro a las dos. Pensar que puedes
haber estado ahí realmente, en mí, tu rostro sobre el mío como una máscara.
Ojalá fuera
más fácil llamarte, con el cuerpo o con el alma, hacerte venir a mí desde donde
quiera que me observes. Recientemente he tenido una visión que parece haberse
quedado conmigo: tú y yo, frente a frente, tú apartando de golpe las dudas, los
miedos, la tensión corporal, la rigidez, y tocándome el pecho con un solo dedo.
Y a través
de ese solo contacto, tocas la fibra correcta, el resorte de la arena, del
tiempo entre los dedos, del bronce y la piedra, de Tebas, de la tela áspera,
del viento y del fuego. Y brotas en mí, y te haces corpórea de pronto, y no me
dejas pensar, simplemente sucedes.
No me dejes
pensar, Antígona. A veces creo que podría hacerte con los ojos cerrados, si tan
sólo me dejaran llevarlos vendados y vueltos hacia dentro, hacia mí misma.
Esta carta
que te escribo sigue una extensión caprichosa e irreal en el tiempo. Llevo
varios días, varias semanas ya, con ella, buscando siempre esos momentos
nocturnos en los que todo parece fluir, o en los que yo quiero,
caprichosamente, desesperadamente, que todo fluya. Todavía lo recuerdo con
cierta nitidez. Lo soñé hace un par de semanas.
Tú, vestida
con ropa ritual, con alguna túnica ceremonial, casi regia, realizando ofrendas
o libaciones sobre el cadáver de Polinices, ataviado también de manera solemne,
dentro de una cámara de piedra, como una tumba egipcia. Irrumpían dentro, te
capturaban con brusquedad y te ataban. Luego te llevaban a la fuerza, medio
arrastrándote, por las calles de Tebas, que era como un pueblo, hasta la plaza
central, una comitiva de soldados, sonidos de tambores y ciudadanos
escandalizados, y tú debatiéndote con furia histérica contra ellos, pugnando
por liberarte con rabia de las ligaduras. Un patíbulo en medio de la plaza, un
poste altísimo o dos, de madera. El cadáver medio corrompido de Polinices,
despojado de sus ropas y suspendido de él, colgado de una cadena.
Y tú, aún
vestida con tus ropajes ceremoniales, suspendida junto a él, por las muñecas,
de otra cadena, todavía debatiéndote con esa misma furia. Hay ahora en ella un
deje desesperado, por la muerte que parece que te empieza a morder los pies,
las manos, las puntas de los dedos, condenada a quedar así expuesta a la
intemperie, a la inclemencia de los elementos, sin comida ni agua, y soportando
la tortura incipiente del propio peso de tu cuerpo.
Un coro de
ancianos que pronuncia unas breves palabras finales, de éxodo, de cierre de la
tragedia. Sobre tu falta de prudencia, sobre cómo los dioses castigan a quienes
van, también, contra las leyes de su propia ciudad. Pero yo, entre el público
de la plaza, soy extrañamente consciente de no estar contemplando una obra de
teatro. No. Yo, ahí en ese sueño, soy parte del pueblo de Tebas.
No he
llegado a saber si te observaba a ti, Antígona, o si quizás me observaba a mí
misma.
Evidentemente
no era ése el final de la tragedia. Si todo hubiera acabado así, contigo y
Polinices sin enterrar expuestos al escarnio público, habría ganado la razón,
pero no las entrañas. Y eso es, tal vez, muy yo, pero no es tragedia griega.
¿Comprendes
ahora por qué te decía antes lo de que no sé si te miraba a ti o a mí misma?
¿Y si algo
en mí, esta maldita razón, este pensar con la cabeza, te está reprimiendo y no
logro dar con la clave para liberarte, hija de Edipo?
Y, sin
embargo, algo en mí parece que quiere fluir, quizá desde ti, o hacia ti, con
algo más de facilidad, en estas últimas semanas, muy poco a poco, ensayo tras
ensayo. Llamar a la furia, al fuego, invocar la emoción, anclarla en mí.
Recuerdo la mirada de dolor profundo de Ismene, los ojos acuosos, la lágrima
solitaria deslizándose por su mejilla mientras yo le hablaba, mientras tú le
hablabas, pidiéndole que se salvara. Arrodilladas en el suelo, mirándonos
fijamente. Nueve personajes en escena, y por unos instantes pareció que sólo
estábamos, que sólo existíamos nosotras dos. Dos hermanas arrodilladas en el
suelo, frente a frente, mirándose con los ojos, con el cuerpo, con el alma.
¿Estabas en
mí entonces, Antígona? ¿Estabas cerca, dentro, fuera, mirándome, arañando la
superficie?
¿Dónde
estabas? ¿Dónde estás, dónde he de buscarte?
¿Qué tengo
que hacer para que brotes de mí de verdad, en lágrimas puras, como brota
Ismene, para llamar más fácilmente a la furia y la rabia y al fuego en el
vientre? ¿Cómo llegar a expresar ese dolor infinito que debiste de haber
sentido, Antígona, la impotencia apabullante de saber que se iba a dejar
pudrirse, sin descanso, a uno de tus hermanos, a una persona a la que conociste
llena de vida, y a la que amaste? ¿Cómo pretender siquiera acercarme, sin
volverme loca, al desgarro de contemplar el cadáver destrozado de Polinices
antes de enterrarlo, a esa turbación absoluta del ánimo, a esa soledad, a ese
vacío, a ese desamparo?
¿Qué se
siente cuando sabes que te falta ya muy poco para morir, que te van a matar por
haber tenido compasión y humanidad? ¿Tuviste miedo, Antígona? ¿Llegaste, aunque
fuera por un instante, a dudar, a arrepentirte, a no querer seguir adelante?
El miedo es
lo más natural del mundo; lo más fácil de sentir, quizás, y lo más humano. Y
siempre ha estado conmigo, tal vez, en la inseguridad de mis acercamientos
vacilantes a ti y a lo que representas. Tiene gracia. Si me dices que sentiste
miedo, Antígona, al menos tendré una cosa ínfima en común contigo.
Pero
escogeré quedarme con esas veces en las que, en estas últimas semanas, desde
que empecé a escribirte esta larga carta, me he dejado llevar y, por unos
instantes, por unos minutos, parece que han ganado las entrañas, el corazón, a
la cabeza. Vestirme con tu túnica, llamar a la furia y al fuego con las manos
sobre el vientre, debatirme contra Creonte, arrodillarme frente a Ismene,
dejarme la garganta, las manos enterrando a Polinices en una danza torpe pero
vibrante, cargar con el madero y dejarme en él los brazos entumecidos, el
cuello, la espalda y el pelo. Salir de escena sudando, con el corazón acelerado
y las piernas temblando, sin aliento, como si me hubiera pasado un tren por
encima.
Dejarme en
ti, Antígona, toda yo. Todo lo que soy.
Siete
semanas. Siete ensayos he necesitado para reencontrarme plenamente contigo, y
algunos menos para escribirte trabajosamente esta carta. Y vuelves a alejarte,
justo ahora; te intuyo dando pasos hacia las sombras. Eras fuego, y ahora eres,
de nuevo, una vez más, arena entre los dedos. Otra vez. Eres escurridiza, hija
de Edipo.
Llegará el
día, si los dioses así lo quieren, en que nos miremos libremente a los ojos,
frente a frente, y extiendas una mano, y me toques el alma con un dedo. Y
simplemente sucedas.
Hasta
entonces, te prometo que procuraré seguir aprendiendo a escuchar, a dejar fluir
y a fluir yo, y a pensar menos y a sentir más.
No me dejes
pensar, Antígona. Pero no dejes de pensarme. Te lo ruego.
Tuya ya,
M.
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