Infinitamente vulnerable, infinitamente fuerte: teatro para respirar

    Teatro. Tengo tantas cosas que decir sobre el teatro y su influencia en mí y en mi vida que me parece haberlas escrito todas una y mil veces antes de este post. Supongo que se impone aquí explicar el curioso título de esta sección, pero antes es mejor empezar por el principio.

    El misterio, a la vez silencio y secreto a voces, de lo que sucede encima de un escenario siempre me ha causado fascinación, desde una edad bastante temprana. Recuerdo como un oasis en el verano, a lo largo de buena parte de mi infancia y de mi adolescencia, las visitas con mis padres y mi hermana al Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. Ya por aquella época me fascinaba el modo en que el sonido, especialmente, retumbaba sobre las piedras y parecía que me vibraba en el alma retando mi concepción del tiempo y del espacio en la calma de las noches de verano.

    Aquella atracción peculiar por el escenario y por la magia que sucede encima de él se quedó conmigo y me ha acompañado durante todos estos años. Era un contraste curioso el que ofrecía el teatro, con esa exposición y esa desnudez tan marcada frente a la multitud, con el carácter introvertido, retraído y tímido que siempre me caracterizó en mi niñez. Creo que debió de ser entonces cuando empecé a pensar que el teatro tenía pinta de ser la única actividad en grupo que realmente podía gustarme.

    Me llamaba muchísimo la atención la idea de pensar en el trabajo conjunto, en equipo, que debía de existir detrás de cada uno de aquellos montajes. Un grupo de personas ayudándose, coordinándose entre sí, hombro con hombro, peleando, combatiendo contra la posibilidad de todo lo que podría suceder de improviso. Luchando desde la certeza de la repetición. Imaginaba la dureza, el mucho trabajo, la cantidad de adrenalina y de emociones contenidas detrás de cada escena repetida y perfeccionada una y otra vez. La idea de estrenar una obra se me atojaba grandiosa, épica, por todas sus sensaciones asociadas.

    Quizás nunca he acabado de saber por completo qué fue lo que me atrajo irremisiblemente, lo que me hizo dar el paso de empezar a subirme al escenario como actriz aficionada. Tal vez fue simplemente, al menos al principio, el mundo nuevo que me abría, las mil formas de canalizar, explorar y redescubrir mi creatividad, convirtiéndome en personajes, tocando algún que otro instrumento, componiendo música, cantando, ideando melodías y combinaciones armónicas y rítmicas para el coro propio del teatro grecolatino, comedias y tragedias, e incluso, a veces, dirigiéndolo durante algún ensayo. Me gusta esa idea, ese contacto tan mío con lo antiguo que es nuevo a la vez, con lo que la cultura clásica tiene, para mí, de nostalgia onírica de noches de verano y piedra, de videojuegos, de música de bandas sonoras mágicas, de lectura de clásicos en la universidad, de la poesía y de las mil vidas que me inspiran las historias de lo antiguo.

    En el teatro he aprendido el significado del esfuerzo conjunto y del compañerismo, cuando las cosas salen bien y cuando no tanto. Sé lo que es la euforia de un estreno, saltar abrazadxs de alegría tras el telón, emocionarse hasta las lágrimas por enésima vez con esa escena en la que un compañero o compañera lo da todo, después de haber sufrido lo indecible para sacar el personaje adelante; o simplemente morir de risa entre bastidores con la escena cómica en la que te toca intervenir poco después. Conozco ya bien las tablas, el sudor, ese cansancio, esa deshidratación especial de los días de teatro.

    Hoy, doce años y algo después, sigo formando parte, aunque sea como profesora y en segundo plano, de un grupo de teatro universitario en el que aprendí una gran parte de lo que sé como actriz, y a partir del cual el teatro (grecolatino) se convirtió en algo que, de un modo u otro, necesito casi para respirar, en mi vida. He seguido formándome en dos grupos más, en uno de los cuales sigo estando; he tomado parte en más de una decena de obras, entre comedias y tragedias, he llegado incluso a protagonizar una tragedia griega, y a vivirla desde dos perspectivas distintas. Y, pasado el tiempo, he escrito y defendido una tesos doctoral sobre tragedias griegas en la época contemporánea (eso es, hasta cierto punto, otro tema).

    El nombre de esta sección, Las mañanas de Antígona, me parece pertinente para una etiqueta que agrupa posts sobre teatro, por la evidente asociación con el célebre personaje de la tragedia de Sófocles. Sin embargo en un sentido muy personal, la etiqueta tiene más relación, para mí, con el contenido de la sección En busca de Eurídice. Llamé la mañana de Antígona a un despertar particular que recordaré toda mi vida, a finales de marzo de 2022. Era quizás el Día del Teatro, precisamente. Amanecer en los brazos de mi amor de aquel entonces, después de haber protagonizado la tragedia de Sófocles el día anterior, pensando que sería la última vez que lo haría, me llenaba de una ternura y una tristeza suaves, peculiares, que eran el preludio de muchas experiencias por venir.

    Los posts de esta sección, tanto rescatados de antes de este blog como escritos más recientemente, se refieren, por tanto, a mi relación con el teatro, esencialmente en un sentido práctico, desgranando todo lo que vivo y he vivido encima del escenario, y también fuera de él. Se trata de reflexiones acerca de mi experiencia como actriz aficionada, y de mis incursiones cada vez más profundas en el teatro clásico. A través de estos textos, creo, el paso del tiempo puede ayudarme a mí misma a observar con claridad cómo el teatro y la cultura grecolatina se han ido enredando, echando raíces en mi vida y convirtiéndome, en gran medida, en la persona que soy hoy.

 

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    (La primera entrada propiamente dicha de esta sección de Las mañanas de Antígona puede leerse aquí.)




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