Confesiones desde la espera III
Estos días,
a veces, me viene de pronto un gesto instintivo, casi sin darme cuenta. Me
quedo inmóvil, me abstraigo repentinamente y me llevo a los labios
entreabiertos la yema del pulgar.
Algo en mí
intenta evocar el tacto de tu boca, el soplo suave de tu respiración contra la
mía. No se me va de la cabeza el modo en que te aproximaste a mí aquel martes,
tras un silencio, echadas las dos sobre la cama, con la boca tuya entreabierta,
y me besaste apenas en la esquina izquierda, en la comisura de los labios.
Recuerdo que cerré los ojos, y casi podía ver los tuyos, cerrados también, a
través de mis párpados. Toda tú eras ternura y calma, como si temieras que me
rompiera, en mi fragilidad, en esa vulnerabilidad mía infinita, propia de las
primeras veces, de la inmensidad del mundo y de Eros ante mí, mientras
intentabas mostrarme que no querías hacerme daño.
Toda tú
eres, y has sido siempre, A., ternura, calma y amor, para conmigo. Dioses, he
tardado en darme cuenta. Un año para una escena de cama, como decías tú.
Si me
concentro, en el silencio, todavía puedo evocar la zozobra de un instante
infinito, esta sensación como de estar viéndolo todo a través de los ojos de
otra persona, antes de quedarme rígida y no saber cómo reaccionar. ¿Lo
recuerdas? Cómo te quedaste inmóvil también, aguardando agazapada contra mí,
por si la magia sucedía…
¿Cómo pude
bloquearme y no sentir nada en aquel momento? ¿Cómo he podido tener miedo,
alguna vez, de que me besaras, A.?
Daría lo que
fuera por regresar ahora mismo a aquel momento, y que me besaras exactamente de
la misma forma.
Esta vez no me besarías sólo los labios, sino el alma, y estoy segura de que bastaría eso para transformarme en agua entre tus brazos…
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