Cartas desde la espera: los amores por venir, o confesiones a la chica de mis sueños
Temo esta
parte del blog en la misma medida en que tengo verdaderas ganas de inaugurarla.
Habrá en ella mucho de mis deseos más desesperados, los anhelos que he tenido
desde siempre, pero también, quizás, de mis miedos y vulnerabilidades más
profundos.
No puedo
empezar este apartado sin explicar quién es exactamente Eurídice, ni tampoco
sin precisar dónde estoy yo respecto a ella. Eurídice es, a ratos, alguien que
parece estar casi al alcance de las puntas de mis dedos. A veces la veo en
todas las cosas, a veces en ninguna parte, y me desespero, y me enfado con ella
y conmigo misma y con el mundo.
Creo que a
Eurídice llevo muchísimos años buscándola, más o menos inconscientemente, y con
mayor o menor fortuna según la ocasión. Algunas veces ya no he sabido si
hallarla por fin equivalía simplemente a sentir algo de atracción por alguien,
inesperadamente, como una serendipia venida de no sé dónde, o si Eurídice tiene
que ser algo más, salirme bien de verdad.
He dado en
llamar Eurídice, simplemente, a la muchacha, a la chica de mis sueños. Por
manido o naif que suene. Me ayuda este hecho de darle un nombre, una entidad,
para conjurarla, para creerla posible. Todo esto viene motivado por una larga
espera, que ha acabado convirtiéndose en el caballo de batalla de mi vida, y en
la que creo haber vislumbrado a Eurídice quizás en un par de ocasiones. Esa es
una de sus particularidades: Eurídice no es una, sino muchas. En ella es
natural tener una multiplicidad de rostros.
He
necesitado, también, un tiempo prolongado para llegar a darme cuenta de que
Eurídice es, y probablemente será siempre, una mujer. Como yo. Siempre hubo en
mí, desde pequeña, una fascinación particular por las mujeres, una tendencia a
contemplarlas bajo una luz especial. Ahora, al cabo de los años, me doy cuenta
de que había, por supuesto, algo de peculiar en ello, aunque en aquel entonces
nunca supe el qué, ni me detuve a preguntarme por la razón de que las personas
famosas que me obsesionaban de adolescente siempre fueran actrices, en
femenino; nunca actores o cantantes varones. Algo en mí siempre buscó
impresionar, de manera natural, instintiva, a amigas, a profesoras, a mujeres
cercanas a las que admiraba. Mi heterosexualidad adolescente, que también
existió, no obstante, en aquella época, creo que fue solamente una fase. A día
de hoy, habiendo abrazado mi verdadera identidad y deseos, y no habiendo
recibido más que amor y aceptación a mi alrededor, no puedo sino estar
agradecida por mi proceso, y orgullosa de quién soy ahora.
Pero vivir
fuera del armario no me ha hecho más fácil conectar. Nunca se me ha dado bien
el tema de las relaciones sentimentales, y mucho menos lanzarme a tratar de
seducir o ligar; siempre he preferido que las oportunidades me buscaran o me
hallaran a mí, más que al contrario. No lo sé hacer de otra forma. No he sido,
de hecho, nada precoz en esto: mi primera novia llegó cuando yo tenía 28 años.
Ojos almendrados, calma de ámbar, voz de espuma de mar; seducción calmada, heridas
abiertas, tormentas, altibajos, expectativas que no casaban, asimetrías.
Asimetrías abismales, me doy cuenta ahora. Un tiempo después llegó ella: la
muchacha azul, la de sol, barro y bronce. Cuando quise darme cuenta, había
florecido en mí, dejándome sin aliento. No fuimos nada; no hubo tiempo, y
probablemente tampoco deseábamos lo mismo. A día de hoy, ella sigue siendo mi
lección de vida más bella y terrible, mi historia favorita para contar y la más
triste. De ella, claro, me enamoré perdidamente.
¿Qué espero
yo de Eurídice entonces? Esa es una buena pregunta que no puedo dejar de
intentar responder aquí. No sé en realidad si tiene mucho sentido esperar algo
de alguien a quien no conozco aún en sus rostros futuros y que entrará de
manera aleatoria en mi vida. A pesar de todo, me gusta pensar en la
predestinación. O en las casualidades, no sé. Supongo que lo primero que espero
o deseo de Eurídice es, simplemente, que todo salga bien, por una vez. Que me
atraiga, que me enamore, que me atrape el sonido de su voz y de su risa; que
sus ojos y su boca me hagan sentir en casa. Que estemos preparadas, que sea el
momento, que podamos ser transparentes, honestas y emocionalmente responsables
la una con la otra. Que nos apoyemos. Y, sobre todo, que no nos necesitemos
para vivir felices, pero que nos elijamos, sin dudar.
Que ella
llegue cuando yo menos lo espere, cuando sea el momento preciso, perfecto o
imperfecto, pero que llegue. Sobre todo, que llegue.
El nombre de
Eurídice, más allá de mi amor natural por la cultura grecolatina, lo
escogí porque era el que resonaba en mí después de haber visto, hace ya varios
años, en una noche de confinamiento, la película francesa Portrait de la
jeune fille en feu (2019), de Céline Sciamma, Retrato de una mujer en
llamas en español, de la que también hablaré en algún momento en el blog.
Suelo decir que, cuando terminé de ver el filme, yo no era la misma persona que
era antes de comenzar a verlo. Verdaderamente me marcó, por su belleza callada,
cruda y poética. El mito de Orfeo y Eurídice aparece en el metraje con una
significación muy especial, y yo me identifico con esa idea, quizás, de ser
Orfeo en busca activa de Eurídice, en un Hades que no es sino el mundo que me
rodea.
Por todo
ello, en esta sección (que puede que por su propia naturaleza indefinida y
cambiante se solape a ratos con alguna otra) guardaré, y expondré a la
vez, las cartas que he ido dirigiendo a Eurídice en época reciente. Algunas
mientras la aguardaba, con la curiosidad de la espera; otras cuando ya tenía un
rostro tangible, desde la alegría o desde la tristeza y el duelo. En todas
ellas he intentado hablarle desde el alma, y que todo mi ser la llamara.
Eurídice ha
sido, por fin, después de mucho tiempo de dudas; es, en el presente, sin estar,
callada, enigmática y oculta. Y me sigo resistiendo a abandonar la esperanza de
que un día, tal vez más pronto que tarde, será.
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(La primera entrada propiamente dicha de esta sección de En busca de Eurídice puede leerse aquí.)
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