Querida tesis: amada enemiga mía

    La comparación, quizás, que más he escuchado a mi alrededor acerca de la hazaña, del viaje odiseico de años que supone el hecho de escribir una tesis doctoral, es que es como un embarazo. Como dar a luz a una hija.

    Y se supone que yo, en este punto de mi vida y de mi carrera académica, estoy en avanzado estado de gestación, varios años ya, de una tesis. Una acerca de las tragedias griegas en la actualidad. Recepción clásica.

    No hace falta que me extienda aquí, aunque supongo que lo haré en algún momento, acerca de las dificultades y de los retos que entraña la investigación para una tesis doctoral, y su posterior redacción. Supongo que lo más inmediato que podría citar aquí, por el peso que ha pasado a tener en estos meses, es la soledad. La tesis, para que se produzca esa gestación, ese parto final, al que he aludido al principio, requiere muchísimas horas de trabajo. Lecturas iniciales para definir y acotar el tema; búsquedas en Internet, en repositorios y bases de datos; trabajo de campo, cuando lo hay; lectura atenta y razonada de más bibliografía aún, para profundizar; definición de hipótesis, estrategias, planificación, superación de obstáculos; el dichoso estado de la cuestión... Todo ello sumado, por supuesto, a todo lo que se exige al doctorando más allá de ese trabajo de investigación: presentar ponencias en congresos, impartir clase, publicar artículos...

    En la que se supone que es la recta final, y que dicen a mi alrededor que es en donde ya me encuentro por fin (no acabo de creérmelo demasiado), todo pasa a reducirse al transcurso de los días laborables, de las horas amontonándose unas sobre otras en mi puesto de lectura y trabajo de la biblioteca. Me he convertido, quizás, en la usuaria más asidua de la zona sobreelevada de investigadores, y últimamente no puedo evitar notar que con frecuencia llego la primera y me voy la última, o me llevo la jornada entera sola.

    Y llega un momento en el que esa soledad, después de cinco o seis años, en mi caso, de idas y venidas, de teatro, de temores, de exigencias y presiones, de estrés, y de algunos momentos de euforia también, se transforma en dos cosas, principalmente. Una, que subyace en el fondo de todo, es el síndrome de la impostora, brutal e inmisericorde, y del que todavía hoy no sé bien cómo librarme. La otra es la ansiedad; por los bloqueos de la investigación, por el vértigo de la docencia, por las tutorías de la tesis, por las correcciones, por el transcurso desigual e inesperado del tiempo.    

    Vaya, al final sí he acabado quizás extendiéndome más de lo que pretendía sobre la parte menos buena de Melpómene.

    Y, sin embargo, he tardado un poco, pero lo he conseguido, al menos en parte: he entendido la importancia de respetarme mi propio descanso, mi propio ocio. Un rato de lectura, o escritura, o videojuego, antes de irme a la cama. Un rato de contemplar, de sentir el momento, de dejar el tiempo fluir, y que no esté mal, y que no pase nada.

    No sé de qué modo humanamente posible, no sé cómo, después de todo, de la sensación de no ser nunca suficiente, del estrés prolongado y la angustia, que regresa una y otra vez. Pero puedo decir, con todo, que sigo adorando lo que hago, que sigo creyendo, aunque sea en la forma desesperada de anhelo con el que se aguardan los milagros, en ese conjunto de carpetas y documentos de ordenador que es mi tesis doctoral. Mi Melpómene. La tragedia griega sigue siendo, a día de hoy, uno de los grandes amores de mi vida.

    Me gusta imaginarme mi trabajo doctoral como el de uno de esos personajes detectivescos de las películas o de las novelas de thriller. Quizás me ayuda el hecho de pensar que la tesis es realmente un rompecabezas de pistas que de pronto van a encajar mágicamente, cuando menos lo espere, mostrándome de golpe que la solución, en realidad, siempre ha estado conmigo.

    Supongo que tenía que hablar primero de la parte mala, porque ya se dice mucho, demasiado, y muy idealizado, sobre las bondades del inicio de la carrera académica, pero muy poco sobre las dificultades del camino y sobre sus efectos en la salud mental. Y ver la tesis por lo que es, con sus aspectos oscuros también, es otra forma de amar lo que hago de manera más realista y humana.

    En estos últimos tiempos, y en vista de lo arduo del trabajo, de las sensaciones encontradas y de cómo he ido conversando con la tesis, me ha dado por hacer algo muy mío: escribir cartas a mi tesis doctoral. Melpómene, que ha cobrado nombre de musa de la tragedia griega, es a estas alturas casi una persona, compleja y enigmática, que está a mi lado durante la mayor parte del día.

    No siempre entiendo todo lo que me dice, ni ella responde a todas mis insistentes preguntas. A veces es como si nos sentáramos a tomar un café y ambas fuéramos demasiado tímidas para decir nada, o como si habláramos en idiomas diferentes, o como si estuviéramos sordas ante la otra. En ocasiones una de las dos, con frecuencia ella, quizás, se levanta de su asiento, exasperada e impotente, y se marcha, tensa y apresurada.

    Lo que se sigue en esta categoría, en fin, son mis pocos intentos, más o menos afortunados, de comunicarme reflexivamente, y desde el amor profundo que le tengo, con mi tesis doctoral. Sigo pensando que está aún por ver si esta comunicación será fructífera al final.

    Aquí seguimos las dos, supongo, intentándolo.

 

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(La primera entrada propiamente dicha de esta sección puede leerse aquí.)





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